Mi rabo era un ventilador en el momento que vi arremolinados un buen número de mis colegas alrededor del autocar que nos iba a llevar. Me sentía optimista, me relamía pensando que era un buen día para poderme desmelenar pero, según mi jefa, lo íbamos a pasar en grande puesto que se nos presentaba una ocasión para hacer ejercicio ya que las dos llevamos una vida bastante perra. Bueno, digan lo que digan a mí, eso de tanto deporte me toca las narices, vamos que no me va. Un mío dice que practicar deporte es muy sano y es muy guays..
Dieron la orden que podíamos subir al autocar. Atropelladamente quisimos entrar todos al mismo tiempo, de modo que el atasco que se formó fue de los que hacen historia. Al principio del pasillo del autocar nos encontrábamos las cuatro primeras unidades, sin parar de parlotear los copilotos, que no se enteraban de nada y entre lametones nosotros, empeñándonos en pasar todos al mismo tiempo. La cuestión fue como sigue, así que fuimos a la competición: el último que quiere ganar la primera posición, el primero sorprendido mira mosqueado incapaz de reacionar, el oportunista de turno que siempre se halla en el lugar indicado y aprovecha el desconcierto generar para colarse y ponerse el primero. El espabilao intenta acortar camino y en un impulso apoya las patas delanteras encima del asiento, que no es el asiento sino la falda del copiloto que tras muchas escaramuzas había conseguido sentarse. Tímido, el más jovencito valora la situación, ingenuamente cree que puede salvar el atasco agachándose todo lo que puede intenta levantar la cabeza colándola peligrosamente por un entrelazado de correas y un poco más ¡y de qué le va!, entonces estalla el griterío e infinitos zumbidos en los oídos, asustados los perros, comenzamos a ladrar, los ciegos vociferando y dando órdenes sin cesar:
Añadido a los movimientos de rabos y los refregones de los mojados hocicos, fueron unos minutos de verdadero nerviosismo. Después de la algarabía, circunspectos y agotados, por fin logramos sentarnos enmudecidos unos al lado de los otros. Milagro, el viaje transcurre en total silencio, bueno, por nuestra parte, porque los copilotos no se callan ni bajo agua. Llegamos a la residencia canina donde ese día íbamos a pernoctar, ubicada en un soberbio entorno natural de penetrantes aromas, aires sanos y ligeros. Nada más bajar del autocar, nos dan correa larga por si queremos hacer el uno o el dos, ante de comenzar la marcha. No me resisto a introducir el morro entre las aromáticas matas de tomillo que salpican el camino, con tal mal rollo que lo saco rebozado de puyas de caldo borriquero. Se da el caso que el guía más joven suele coincidir con el copiloto más gordito y el más viejo y viceversa aunque a mí no me lo han dicho porque hay costumbre de no contarle nada a los perros, pero si mi telepatía no me falla, aparte de ser un fantástico perro guía, esto no lo digan a nadie, creo que soy perro probeta, y digo esto porque no tenía memoria de lo fabuloso y guapísimo que era correr y pasear por la montaña. Como digo, yo era uno de los más jóvenes del grupo y la primera vez que venía a pasar el día con mis colegas. Una vez organizados, guía y pilotos, comenzamos a ascender en dirección a la residencia canina y de nuevo surge la rivalidad en el grupo, los más jóvenes tratábamos de afianzar la primera posición, nos empleamos a fondo en una frenética y ascendente carrera, a toda pastilla veo en primer lugar a Peter, novato como yo y a su copiloto con la lengua fuera, yo que no lo puedo sufrir, atajo por delante de él, plantándome el primero, en una carrera hacía ninguna parte puesto que no sabía la dirección correcta, frustrado otro, se desentiende del grupo y se entretiene olfateando el trasero de una perrita dominguera y más pija que un calcetín, que paseaba tranquilamente agarrada de la correa de su dueña que no lo era menos. Un cabezota se relame pensando que puede participar del festín, sin pensarlo se lanza a probar suerte con el trasero de la susodicha perrita, asustada la perrita y su dueña, risco arriba, emprenden una frenética carrera saltando de piedra en piedra, nosotros los perros guías, alucinados, sorprendidos y ávidos por participar en la aventura que se nos acababa de presentar, sin pensar que íbamos en grupo ni en las facultades físicas de nuestros copilotos. Además para pensar ya están ellos, porque no querría saber como acabó la excursioncita, haciendo oídos sordos a los gritos de los copilotos, intrépidos nos vamos todos en persecución de la pareja de domingueras. Fue como si una fastidiosa mosca nos zumbara el cerebro porque echamos a correr, atravesamos unos matorrales, de repente el inesperado terror nos paralizó obligándonos a que parásemos en seco con toda nuestras fuerzas y toda la adrenalina que en ese momento la teníamos por las nubes, rabo y uña clavamos como garfíos en la tierra, cuando ante nuestros espantados ojos se abría un impresionante precipicio. Atónitos todos nos miramos pareciéndonos eterno el tiempo hasta que escuchamos, ¡milagro!, estampido de silbatos por todo el bosque, monitores y voluntarios salieron de debajo de las piedras en la operación rescate.
Pasados los críticos momentos, el resto del día transcurrió con absoluta normalidad, digan lo que digan mis colegas para evitar sobresaltos es mejor la rutina. Bueno espero que la próxima excursión sea pronto.
Firmado:Raile, perro guía de Rochester.
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